Y en los últimos cinco
minutos antes de escuchar el repicar de las campanas no podemos
evitar volver la cabeza echando una rápida y furtiva mirada a todo
aquello que creemos dejar atrás. Una mirada a todos aquellos
momentos duros que superamos y con los que nos hicimos más fuertes,
a los buenos momentos, a aquellos que nos han acompañado, a los que
se van, a los que se quedan, a los que se han ido pero que
permanecerán en nuestro corazón de forma perenne como la hoja del
ciprés, y sobretodo, a nuestros pequeños tesoros. Aquellos momentos
que son solo nuestros, nuestros y de alguien más, pero nosotros nos
los hemos apropiado y los mantenemos en nuestro interior, como si se
tratara del secreto mejor guardado, escondiendo el mapa de la isla
perdida en una botella que hemos tirado al mar para que no sea
encontrada. Así, mientras intentamos no atragantarnos con las uvas
se va preparando la mezcla de emociones que estalla tras el sonido
que producen las copas al brindar por el año que llega. Entonces se
entremezclan en el aire la melancolía y la esperanza, jugando un
pulso invisible para ver quién ganará esta vez, si la melancolía
por el tiempo que pasa, por aquello que dejamos atrás o la esperanza
de que con el nuevo año las cosas saldrán mejor. Finalmente, ambas
emociones quedan igualadas, pues la vida no es más que dejar atrás
para seguir hacia adelante. Pero a veces, olvidamos que todo aquello
que creemos abandonar sigue con nosotros porque la vida no es más
que un cúmulo de experiencias, confluencias y situaciones y todas
ellas, todo nuestro pasado, es lo que nos hace ser quien somos hoy,
alguien que a pesar de todo mantiene la esperanza en el futuro.
martes, 1 de enero de 2013
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